La familia romana y sus libertos
La
organización social de los romanos fue siempre tremendamente patriarcal
y familiar. La familia era un pequeño país donde el padre era el
gobernante, con derechos establecidos sobre sus integrantes y
responsabilidad legal por ellos ante la sociedad. Desde un principio
Roma se había organizado en gens, en manzanas donde vivían
gentes unidas por un mismo apellido; vivían en familia, pero en
familia directa, con un solo padre, con una sola autoridad, y en régimen
monogámico. El patriarca se encargaba por las mañanas de repartir las
tareas domésticas a los esclavos y de atender a su contador que le
traía las cuentas del negocio todas las mañanas. El padre era sobretodo el dueño del patrimonio, tenía claros derechos de autoridad sobre las mujeres (esposa, hijas), los hijos y los esclavos, pero también era el representante legal ante los actos de los hijos. Si un hijo cometía delito, también el padre era culpable. El padre era también juez,
pues resolvía litigios al interior de su pequeño reino. En las
familias nobles el padre no veía a los hijos sino hasta la noche, por
eso el cristianismo y su amor filial para con el padre “debió
producirles a los paganos el efecto de una intimidad un poco
repugnante y de una humildad servil; tenía que parecerles algo
plebeyo”.
Los hombres libres de familias acomodadas
no andaban casi nunca solos, no se vestían ni se calzaban nunca ellos
mismos sino que lo hacían por ellos los esclavos (lo que si hacían
solos era lavarse los dientes). Ni siquiera en la alcoba conyugal
estaban solos, había siempre a mano un esclavo, durmiendo
frecuentemente detrás de la puerta. Las damas debían salir de casa
siempre en compañía: una señorita de compañía (comites) y un caballero de servicio (custos),
aunque sus salidas eran poco frecuentes y las más conservadoras salían
semiveladas. Tampoco los jóvenes debían salir sin un custodio. Por eso
las pequeñas citas entre amantes eran muy difíciles de lograr,
programándolas casi siempre con algún amigo que prestase su casa o
alquilando el cuartucho de un sacristán, obligado a mantener reserva.
Los esclavos se enteraban de todo, y las noticias volaban de casa en
casa.
En cuanto a las señoras romanas,
sabido es que se casaban poseyendo una dote, que no siempre pasaba en
manos del marido, quien en cierta forma, cargaba también una dote toda
su vida (su testamento). La tradición romana estipulaba que una mujer que se separaba del marido regresaba con el padre,
pues la hija era algo así como un préstamo del padre al yerno. Las
habían fidelísimas a su marido, a quien seguían al exilio e incluso al
suicidio, y otras que tomaban a cargo todas las labores del padre de
manera muy eficiente, y finalmente, algunas que se casaban con una
fortuna mayor a la del marido, y que solían rechazar su autoridad. Las
mujeres libres eran frecuentemente ociosas, muchas pasaban el día
hilando en el huso, pero unas pocas ayudaban al marido sobretodo en lo
contingente a la contabilidad del hogar. Un personaje típico de la
romanidad, por levantar siempre abundantes comentarios, era el de la viuda;
aquella era sumamente codiciada y casi siempre tenía una corte de
pretendientes; era considerada “irresistible” por no tener amo alguno,
y por tener en su poder toda la herencia. Podía tranquilamente volver
a casarse con quien quisiera, e incluso el concubinato era tolerado,
siempre y cuando existiese una promesa explícita de matrimonio.
Las jovencitas, en cambio, debían mantenerse vírgenes,
o al menos, llevar sus relaciones en el más estricto secreto. El
concubinato era aceptado, en un principio considerándolo como un
término peyorativo pero con el tiempo como algo normal u “honorable”;
tenía incluso bien determinados sus aspectos jurídicos. El concubinato
debía asemejarse lo más posible al matrimonio, los hijos de una pareja de concubinos eran considerados ilegítimos y no tenían derecho a la herencia paterna, más si a la materna. La concubina debía ser una mujer libre (viuda (vidua)
o divorciada) puesto que los esclavos no tenían derecho a casarse. En
teoría, el hombre debía tener una sola mujer, su esposa o la
concubina, no tenía derecho a tener más, o a vivir con más de una, tan
sólo el emperador tenía ese derecho, divirtiéndose en un harem de
concubinas esclavas. Aquello no impedía que el patriarca se aventurase
o tentase con alguna esclava o secretamente con alguna mujer libre.
El privilegio de acostarse con las esclavas
no era solamente del emperador, si no de todo ciudadano libre en
posesión de esclavas (pero no podía convivir con ellas), lo cual
representaba en un principio un dolor de cabeza para las esposas,
aunque también es sabido que las mujeres hacían de las suyas con los
pajes. Era frecuente entonces que los padres tuviesen hijos entre sus
esclavos, pero era estrictamente prohibido por el derecho que aquel
tratase de averiguarlo o que anduviese diciendo por ahí que era su
hijo, aunque si podía liberar a los esclavos que el quisiera sin
señalar ningún motivo aparente para tal decisión. Tampoco podía
adoptarlo, al menos legalmente. También es cierto que existía la
costumbre de sentar a la mesa o mimar a pequeñuelos, esclavos o
expósitos, y de hacer cumplir sus caprichos, o incluso de educarlos y
criarlos (alumnus, threptus), a veces con una educación liberal, reservada para los hombres libres. De modo que el padre podía siempre beneficiar a su bastardo, aunque no lo hiciera “legalmente”, estimulando por consiguiente el apetito y la disposición de las esclavas por sus amos.
Tener favoritos (delicium) era considerado un pecado menor, algunos llegaban a tener un pequeño batallón de “pajes” (paedagogium)
que seguían al señor en su silla en un cortejo. Los favoritos eran
por lo general coperos, llenaban las copas del amo, a la manera de
Gamínedes con Júpiter. Pero eran frecuentemente favoritos tan solo
hasta que dejaban de crecer, cuando el amo hacía cortar sus largas
cabelleras, bajo la mirada aliviada del ama de casa, frecuentemente
celosa del favorito, a quien no permitía que besase sus manos. Algunos
conservaban a sus favoritos ya adultos (exoletus), lo cual era considerado una infamia.
Los niños esclavos eran
considerados frecuentemente como juguetes, pues en ese tiempo los
juguetes de los niños eran animales (aves, perros, conejos (para las
niñas)), aunque también existían casos de verdadero afecto. Los niños y
adolescentes esclavos favoritos eran liberados, teniendo casi en todo
los mismos derechos que los nacidos libres (joyas, cortejos, vestidos
de príncipe), salvo en el atuendo característico (praetexta) de los nacidos libres.
Los esclavos liberados, los libertos,
solo llegaban a serlo por medio del amo, y eran tres las
contingencias para que el amo llegase a tomar tal decisión, además del
afecto por un favorito. Podía concederle la libertad a un moribundo o
un esclavo viejo, principalmente para que tuviese una sepultura digna.
Podía liberar a un grupo escogido de esclavos antes de que él mismo
muriese, otorgándoles la libertad en su testamento. O, por último, por
motivos económicos, cuando el amo entregaba en manos de un esclavo
uno de sus negocios, debiendo el esclavo pagar su libertad con su
trabajo (operae libertorium). Sin embargo el tesorero de un
amo o del estado no podría tener jamás su libertad, debido
principalmente a que debía conservarse la posibilidad de azotarlo en
caso de fraude o desfalco. El liberto no tenía ya amo sino un patrono,
a quien la tradición obligaba a hacerle la corte (obsequium). Los
libertos nunca llegaron a formar una clase social, sobretodo porque los hijos de los libertos eran considerados libres, nacían libres.
Sin embargo se sabe que la esclavitud solía ofrecer mayores
esperanzas que la que podría haber tenido un hombre libre pero pobre,
sobretodo porque el liberto recibía su libertad con algún dinero o con
una pensión (alimenta). Por tal motivo, los libertos
eran casi todos comerciantes o artesanos, y era bastante frecuente
que llegasen a ser más ricos que los propios amos o que cualquier
noble. De hecho, muchos senadores romanos fueron nietos de un
liberto. Pero tal condición de nuevos nobles, y su constante imitación
de las costumbres de los nacidos libres, provocaba el enojo del
pueblo, que veía en ellos solo fanfárrea y vulgar ostentación. Además, se reconocía enseguida a un liberto debido a su escasa cultura, pues como esclavos no recibieron educación;
los libertos no podían salir del estado (provincia) donde nacieron.
Por último, era frecuente entre los libertos que a su vez trataran de
liberar a sus familiares por medio de rescates, es decir, de compras,
con las cuales adquirían a sus familiares como esclavos para después
liberarlos. Otro aspecto importante es que los libertos tomaban el nombre de familia de su patrono (antiguo amo), pues era característica de los esclavos el tener solamente un nombre.
En las casas de los hombres libres se producía un rito matinal característico de la romanidad: se trata de la salutatio,
una especie de cortejo que se le hace al dueño de casa todas las
mañanas; sus libertos y su clientela deben ir a la hora en que cantan
los gallos a saludar al patrono, deben rendirle visita. Hacían colas
sobretodo ante los poderosos. Si bien no era obligación del liberto
rendir visita al patrono, de todas maneras lo hacían, al menos dos veces
al día, y no de muy buena gana. La clientela era en la época algo así
como un círculo de conocidos que habían declarado públicamente ser
clientes (amico) de tal o cual padre de familia; ser
cliente representaba cierta ventaja pues significaba pertenecer al
mundo del dueño de casa y tener acceso a favores o incluso dinero.
Existían cuatro tipos de clientes: los que aspiraban a hacer una
carrera pública y contaban con la protección de su patrono (muy
parecido a un padrino); los hombres de negocios que al ser clientes
eran favorecidos económicamente, movidos claro está, por intereses
particulares; los artistas, frecuentemente griegos, mantenidos
económicamente por el patrono (mecenas); y finalmente, hombres tan o
más ricos que el visitado, que sencillamente buscaban integrarse a su
círculo de amistades (clientela). Era frecuente en Roma presentarse
como Perico, cliente (amico) de los Palotes. Se hacía cola en hábito
de ceremonia (toga), en la antecámara de la casa, ingresando
cada cual según un estricto orden jerárquico de acuerdo a la escala
social; a cada cliente el padre de familia ofrecía un propina (sportula), que permitía a los más pobres comer durante ese día.
Dichas grandes familias influyentes, con autoridad sobre clientes y libertos, formaba parte de la clase gobernante. La política entre los romanos no era una especialidad sino un derecho propio
de los grandes padres de familia, o una especie de “derecho natural”,
tal y como los animales superiores dominan o gobiernan a los
inferiores. Así, el pueblo estaba enterado de los intereses del
Imperio por medio de los grandes padres, a quienes visitaban
periódicamente. Es decir, la clase gobernante, las familias ricas e
influyentes, estaban todas en contacto directo con sectores de la
sociedad, formando parte o del senado (nobles y notables) o asistiendo
a las asambleas a título honorífico, por tener un nombre “ilustre”. Los patronos o notables organizaban con frecuencia banquetes para el pueblo, organizados en colegios (collegia)
cuya finalidad era la comensalidad, con dinero del patrono y menú
elegido por él mismo. Pero el título de notable o de patrono, otorgado
en una carta solemne por la ciudad, no era simplemente honorífico
sino también efectivo, pues aquellos, los nobles, beneficiaban de
múltiples formas a la comunidad (reparación de edificios públicos,
hacer donaciones al tesoro de la ciudad) o le rendían algunos
servicios, sobretodo políticos. Por eso, los hombres ilustres de la
romanidad no salían nunca de casa sin algún cortejo, y eran siempre
adulados por su clientela.
El imperio Romano era el reino de la
clientela, de las influencias, de la pompa, del fetichismo simbólico
vital. Por el contrario, en Grecia, los nobles no salían con ningún
cortejo y el carácter de éstos para con el pueblo era más bien
marcadamente despreciativo, como si el pueblo siempre oliese mal.
Incluso, algunos nobles gustaban tiranizar sus respectivas ciudades.
Los libertos no tenían ninguna preponderancia y más bien formaban
parte de la muchedumbre, de los ciudadanos de segunda categoría. El
gusto por los “símbolos” estaba arraigado entre los griegos de una
manera diferente, no se ostentaba la riqueza sino la intelectualidad;
los romanos adquirieron a su manera tal afición (la ambición por los
“símbolos” ha sido denominada entre los modernos como “euergetismo”).
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