Política y corrupción en la antigua Roma
El trabajo de los más servía para enriquecer a los menos, como en toda civilización. Veyne describe la cruda realidad de la corrupción
en la Roma Imperial, algo que no es mencionado en la mayoría de los
libros de historia, que por lo general enaltecen tal período
histórico. Además del clientelismo y del favoritismo, o lo que es lo
mismo, del tráfico de influencias y de favores, en Roma reinaba la
extorsión y la mordida (coima) desde los más simples funcionarios
hasta el emperador. Por eso era tan rentable estudiar retórica, porque
era un requisito indispensable para postular a ser un “servidor”
público; el dinero no bastaba, pues la élite se caracterizaba por
tener educación (pepaideumenos), autoridad natural y buen hablar.
Se consideraba culto a quien tenía cierta
cultura literaria y conocía la mitología. Pero la educación era tan
solo un requisito, y más que todo era necesaria para redactar pulidos
informes y cartas a los superiores, pues más importante aún era estar apoyado por un patrono poderoso o algún notable, ser cliente de una persona influyente que pudiese recomendarlo (suffragia) para tal o cual cargo, o para determinada función pública (militia). Tales favores del patrono se pagan ya sea con otros favores o mediante propinas (sportula);
en el caso de los dignatarios principales designados por el
emperador, las propinas se pagaban al tesorero imperial. El “servicio”
público era entonces un medio efectivo para enriquecerse rápidamente.
Habían incluso personas (proxenetae) especializadas en
realizar dicho comercio de recomendaciones. Todo trámite se realizaba
mediante el soborno, por pequeño que fuese; por eso cuando un
funcionario de menor categoría se presentaba ante uno de rango mayor,
debía hacerlo con un regalo en una de sus manos.
El ejército tampoco escapaba al régimen de
“mordidas” pues los soldados se libraban de sus deberes de servicio
pagando a los oficiales con parte de su renta; de aquel modo los
soldados perdían de la manera más natural su tiempo en los regimientos,
dedicándose a los placeres que encontraban en el acuartelamiento,
favorecidos por los oficiales sobornados. Además de la renta de cada
cual pagada mediante las arcas del estado, los soldados obtenían
dinero del pillaje ocurrido durante las conquistas, o del robo, o
sometiéndose como esclavos. Por eso también era frecuente que los
oficiales maltrataran o cargaran de trabajos a cualquier soldado que
comensase a enriquecerse.
El soborno, el tráfico de influencias y la extorsión reinaban en todo el imperio, ni Roma ni ninguna de las provincias fue nunca excepción, y esto era parte de su sistema.
De hecho, el gobierno de las provincias era considerado como una
“empresa económica privada”, y el gobierno central dejaba hacer, con
tal que pagaran periódicamente ciertas sumas de dinero o de bienes. El
propio Cicerón no escapó a ello cuando fue funcionario público e
incluso afirmó que el pillaje de las provincias era el “procedimiento
senatorial para enriquecerse”. Mas el enriquecimiento de los
funcionarios no solo lo realizaban mediante sobornos y propinas sino
que también directamente de las arcas del estado, por medio de las
dietas que absorbían la mayor parte de los fondos imperiales.
Cuando
el pueblo era oprimido en demasía y reclamaba, se destituían muy poco
frecuentemente a los funcionarios pero para calmar los ánimos del
pueblo, el gobernador o el mismo emperador redactaba alguna carta
pública pidiendo más mesura en los cobros, pero sin ninguna sanción. Cuando la corrupción era demasiado explícita el funcionario podía ser exiliado,
lo que en Roma significaba que el inculpado perdía tanto su
patrimonio como sus derechos y su ciudadanía, perdían lo que ellos
mismos denominaban como “dignidad”, lo más deshonroso que podía
ocurrirle a un romano, prefiriendo muchos de ellos perder su vida a
perder su “dignidad”. Tal fue el caso de Cicerón, que sin embargo fue
posteriormente reintegrado entre los romanos. Acceder a la función
pública era algo muy parecido a adquirir un título nobiliario,
constituía parte importante del honor de los romanos, era una
adquisición de por vida.
Cada uno de los notables tenía una tropa
de protegidos, de clientes, a quienes disponían en funciones
importantes por medio del intercambio de favores. Pero eran dos las
grandes clases de clientes, unos sometidos al patrono, que buscan sus
favores o su protección, y otros que eran buscados por los propios
patronos, quienes buscaban influencias por medio de ellos. La clientela y el patronazgo no solo se aplicaba a los individuos sino también a las ciudades e incluso a las provincias, diciendo que tal o cual ciudad, tal o cual provincia era cliente o patrona de tal otra.
El patronazgo también se aplicaba cuando había que defender a algún cliente ante los tribunales de justicia.
Al parecer, un cliente no podía tener más que un solo patrono, pues
debía obligatoriamente haber fidelidad entre el padrino y su
protegido. Roma era en realidad una gran mafia, y cada patrono no
quería tener menos clientes que cualquiera de sus pares; por medio de
las influencias o de los cargos de sus clientes, requería tener un
gran número de puestos que distribuir; así se aseguraba la fila de
lamebotas que llegaban todas las mañanas a rendirle homenaje. No solo
Roma era corrupta, toda la antigüedad está plagada de corrupción y de
desmedidas ambiciones materiales, aunque hay que recalcar que el
soborno, los favores, los recortes, eran considerados por todo el
mundo como algo necesario.
Sólo las familias ricas podían acceder a
cargos municipales o senatoriales, porque dichos cargos eran muy
costosos. Pero pagaban con gusto, porque consideraban que un hombre que
no hubiese participado en el gobierno público, por más rico que fuese,
eran un don nadie. La función pública, que siempre duraba un
año y otorgaba un título de por vida, era considerada como la
consagración de un hombre libre, como “la realización de un
hombre digno de tal nombre”. ¿Qué y a quién pagaban por el cargo? No
era tanto el acceder a unos de estos cargos municipales sino las
ofrendas que debían hacérsele al pueblo que votaba, sediento de
diversiones y de lujo. Para acceder a los cargos públicos las familias
ricas mandaban a construir edificios públicos, o hacían grandes fiestas
populares, costeados de su propio bolsillo.
Es en la "institución" llamada euergetismo donde más se confunden vida privada y vida pública, ya que los dignatarios (patrobouloi)
locales se veían obligados a gastar de su propio bolsillo dinero para
la construcción de algún edificio, o para realizar banquetes, o para
financiar espectáculos: teatros, carreras, luchas, o incluso para
financiar los gastos de la ciudad, baños públicos, reparaciones de
acueductos, etc. Un hombre rico, un mecenas, por el simple hecho de
donar parte de su riqueza al tesoro de la ciudad o por financiar la
construcción de un anfiteatro, era considerado y designado patrono de la
ciudad, o padre, o “bienhechor magnífico y espontáneo”. Los gastos en
cuestión, en el caso de las designaciones municipales no eran
retribuidos; pasaban a ser simplemente parte de la dignidad de tal o
cual notable, que sin embargo influía en su hoja de vida para futuros
cargos de mayor rango.
Por eso, en la función pública menor, más
que gobernar, se gastaba, y pronto las postulaciones empezaron a
faltar. La presión recayó entonces sobre los hijos o nietos de
anteriores bienhechores, esperando de ellos que imitaran la generosidad
de sus padres o abuelos. La presión sobre los dignatarios anuales
también provenía del poder central, que obligaba a gastar a los
cogobernantes con el fin de ganar popularidad, o, según el ambiente,
limitaban los ánimos del pueblo favoreciendo a los notables. El
euergetismo se resume en dos conceptos: abnegación patriótica para
obtener la gloria personal (ambitus) y la gloria personal para hacer perdurar la casta, el nombre de familia, el recuerdo.
Pero la diferencia
entre la vida privada y la vida pública también se presentaba en la
vida cotidiana intrafamiliar; para los romanos había un tiempo para
mostrarse grave y otro para desinhibirse (non intempestive lascivire),
saber ser simple al interior del hogar era otro de los méritos de
cualquier senador; Lucilio y Escipión dan muestras de gracia y
sencillez al jugar un juego infantil de su época en una de sus casas
de campo (villae), persiguiéndose por entre los muebles de la casa. Era frecuente en algunos nobles esta vuelta a la infantilidad (repuerascere), pero siempre dentro del ámbito de lo privado, si se hacía en público lo habrían tildado de bufón.
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