jueves, 7 de noviembre de 2013

El trabajo en la Antigua Roma


El trabajo en la Antigua Roma

Si se trabajaba, la meta era siempre reunir un patrimonio para conquistar el ocio, y en ello se asemejaban a los griegos. Muchos filósofos de la época, entre ellos Aristóteles, consideraban que el trabajo asalariado impedía al hombre conquistar la virtud, y por lo tanto tal hombre debía someterse al gobierno de los notables, todos virtuosos y únicos con la capacidad y el derecho a gobernar. Tanto en Roma como en Grecia, el trabajo fue desde siempre considerado por parte de las altas esferas como indigno de los hombres libres. El comercio también era despreciado, salvo por Platón que veía en él una necesidad, pero a parte de él, la mayoría consideraba que el comercio debía ser nada más que un medio para ser dueño de las tierras; un comerciante, por más rico que fuese, no era nunca respetado debidamente si no era poseedor de tierras.
Platón mismo señalaba que una ciudad bien gobernada debía mantenerse por el trabajo rural de los esclavos y por el trabajo artesanal de los hombres de poca monta, para sostener a las vidas virtuosas, cuya característica fundamental era el ocio. Quizás lo más equívoco de las tradiciones griega y romana en cuanto a la exaltación de los tipos sociales, es que no se admirase el progreso social del individuo en una vida, como en el caso de los libertos o de los hombres libres pobres que tras años de lucha lograron reunir un patrimonio importante. Es una diferencia de relevancia entre las tradiciones greco-romanas y las tradiciones occidentales modernas, sobretodo con la norteamericana, donde se enfatiza y propaga el ideal del “sueño americano”: el clásico ejemplo de un vendedor de diarios que alcanza fortunas envidiables. Sobre todo si consideramos que no son pocos los casos en la Romanidad en que un nacido esclavo logra liberarse y ser posteriormente filósofo.


Se despreciaba el comercio “atribuyéndole al comerciante todos los vicios imaginables: es un desarraigado, solo actúa por avaricia, lleva dentro el germen de todos los males, engendra el lujo, la molicie, y falsea la naturaleza, porque se dirige hacia mundos lejanos de los que nos separa la barrera natural de los mares y trae de allí productos que la naturaleza no quiso hacer crecer entre nosotros”.
Se afirma que esta idea asociada al desprecio del comercio la podemos encontrar en varias culturas distintas. Por eso, ser rico significaba no tanto tener dinero como ser dueño de tierra, como una forma de rechazar al advenedizo e impulsarlo hacia el agro. Por eso también, un heredero, un individuo rico y terrateniente, no era considerado comerciante por más que se dedicase al comercio, lo importante era no haber comenzado por tal actividad. De la misma manera, eran considerados pobres todos aquellos que no poseían una fortuna personal, un patrimonio, por más que  fuesen clientes o músicos o gramáticos. El hombre libre era aquel hombre que poseía el patrimonio suficiente como para no trabajar, es decir, para dedicarse al ocio.
Los cargos públicos eran bien o mal considerados según los cargos y los lugares, sin existir una lógica aparente para su calificación como dignidad o trabajo. Por ejemplo, un gobernador de África con un salario fastuoso, era considerado una dignidad, una función pública, mientras que un gobernador de Egipto, con el mismo salario, según el decir de la gente, no cumplía una función pública. Quizás porque los gobernadores de África eran designados por el antiguo senado mientras que los de Egipto eran reclutados de un cuerpo de funcionarios imperiales.
También existían algunas paradojas en cuanto a la admiración o desprecio de una misma actividad llevada a cabo por personas distintas. Un noble que además era negociante era muy admirado, mientras que un simple hombre libre y comerciante era por lo general, despreciado. Lo mismo ocurría con los oficios, nadie admiraba a un empresario agrícola, pero si el que se dedicaba a tal actividad era un notable, lo elogiaban constantemente. “Haga lo que haga, un notable o un noble no se verá nunca definido por ello; en cambio un pobre es zapatero o jornalero”. Quizás el ejemplo más conocido es el de Marco Aurelio, emperador y filósofo, en cuyo caso su ocupación filosófica era considerada aún con más mérito, porque no tenía la necesidad de ser filósofo.
Por más que se despreciase el trabajo (en las altas esferas), los dignatarios políticos debían ensalzarlo, porque después de todo era el trabajo de la mayoría el que sostenía los placeres de una minoría. La ciudad “era una institución que se superponía a la sociedad natural humana, a fin de que sus miembros llevasen una existencia más elevada”. Los pobres no debían trabajar para colaborar con la ciudad sino para impedir que la miseria los incite al crimen. Según Isócrates, “se orientaba a las gentes modestas al cultivo de la tierra y al comercio, porque se sabía muy bien que la indigencia nace de la pereza, y el crimen, de la indigencia”. Pero se despreciaba el campo, más que el campo, las labores campesinas; los notables vivían en las ciudades, no en el campo; desde las ciudades atendían los quehaceres financieros del campo, que como dijimos, era señal de admiración; siendo sin embargo admirada nada más que su posesión.       
En cuanto a la admiración o desprecio que se tenían por las profesiones liberales, nada está muy claro; en cierto sentido los notables y filósofos despreciaban a los asalariados, y muchos profesionales eran asalariados; lo que atenuaba un tanto su posición era ser cliente de algún notable, con lo cual, teóricamente, dejaba de ser asalariado. Sin embargo, muchos emperadores, cuya ocupación era ser el curador, o tutor de la totalidad del pueblo romano, protegían efectivamente el trabajo del pueblo, ya sea proveyéndolos de recursos, o cuidando sus intereses (como Augusto), o rechazando el empleo de máquinas para las construcciones (como Vespasiano con el Coliseo). Además el desprecio del trabajo no era característica de todo el Imperio, en otros lugares era admirado, como en Pompeya o en África, donde ricos comerciantes pregonaban a viva voz su oficio, o mejor aún, lo inscribían en su epitafio (señal de riqueza siempre bastante cara).
El enaltecimiento del trabajo era el orgullo de la clase media, que de ninguna manera era mayoría pero sí mucho más rica que la plebe y a veces tan rica como los notables; la clase media estaba conformada mayoritariamente por libertos que habían encontrado en la producción y el comercio una manera de empezar una dinastía familiar (los hijos de aquellos nacen libres): panaderos, carniceros, vendedores de vino o de ropa, a veces ricos pero sin poseer nobleza urbana. Los libertos adinerados sabían leer y escribir, fueron a la escuela hasta los doce años. San Pablo fue un representante de dicha clase media, hijo de un fabricante de tiendas de campaña, dedicó su obra a discípulos corintios de su misma clase.
En la antigüedad, un panadero, un carnicero o un comerciante de calzado no eran simples tenderos sino plebeyos ricos, con capital acumulado y esclavos que trabajaban para él. La plebe romana estaba compuesta por tres clases económicas: la que vive el día a día y debe contentarse con un mínimo alimentario; los tenderos y comerciantes pobres y sin capital que compran hoy para vender mañana; y finalmente los ricos comerciantes con un capital ahorrado suficiente como para comprar al por mayor o con capacidad de almacenar sus productos, sin ser un gran mayorista. En Pompeya aún se advierten las diferencias entre los tenderos ricos y pobres; los últimos viven en el desván del negocio, subiendo una escalerilla, mientras que los primeros poseen casas grandes y fastuosas, una domus con patio de quinientos metros cuadrados de superficie.               
El historiador afirma como conclusión que los romanos no despreciaban al trabajo sino a los que se veían obligados a trabajar para sobrevivir, y que por lo tanto es un error decir que los antiguos sabios despreciaban la utilidad o las aplicaciones prácticas de las construcciones fruto del trabajo.

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